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Luis Scola: “Moncho López apostó por mí con 18 años y pensaban que se había vuelto loco"

• Oct 17, 2023, 7:29 AM
23 min de lecture

El 3 de agosto de 2021, Luis Alberto Scola (Buenos Aires, 1980), a falta de 51 segundos para el final del Australia-Argentina de cuartos de los Juegos de Tokio, se sentaba en el banquillo. Era el final de una carrera histórica con su selección, se despedía a los 41 años tras cinco Juegos y cinco Mundiales una leyenda del baloncesto FIBA, campeón olímpico en 2004 y bronce en 2008. También dos platas Mundiales y dos finales de la Euroliga, y un muy buen recorrido de diez temporadas en la NBA (Houston, Phoenix, Indiana, Toronto y Brooklyn).

El adiós, a la altura de su trayectoria, con ambos equipos, incluidos los técnicos, y los periodistas en pie ovacionándolo mientras él lo agradecía y rompía luego en lágrimas sentado en una silla, abrazado por los suyos. Era el hasta siempre del gran ‘Luifa’, un interior de 2,06 m que ha dejado una profundísima huella en España, en dos campañas en Gijón y siete en el Baskonia.

En Asturias ascendió a la ACB y en Vitoria hizo grande al club y protagonizó duelos antológicos, entre otros, con Felipe Reyes. Para muchos el jugador más importante de la historia de la selección argentina. El jugador se fue, nos queda ahora el directivo, con ideas innovadoras y mucha pasión. Director general y propietario del histórico Varese italiano, con un plan a medio plazo. Hay que escucharlo.

¿Qué le parece que el baloncesto español se acuerde de usted en el año del centenario y le incluya en el Hall of Fame?

Estoy muy contento y orgulloso de formar parte de la historia del básquet de un país que tuvo tanto éxito con tantísimos jugadores. Es un gesto muy bonito.

Se enganchó al baloncesto en la Argentina de los 80, ¿cómo sucedió?

Por mi padre (Mario Scola), al que veía jugar todo el día. Mostraba una pasión tan grande por este deporte que me la contagió. A mis dos hermanas no les interesaba y el básquet era nuestro punto de encuentro, algo en exclusiva que compartíamos: iba a los entrenamientos con él, hablábamos… Disfrutaba mucho esos momentos. Después, cuando empecé a entender un poco más y miraba a otros jugadores, me preguntaba: “¿Cómo puede ser que mi papá mejore y compita contra esta gente que solo juega al básquet?”. Porque mi padre estaba en el banco todo el día, terminaba a las seis de la tarde y se iba al club de traje y corbata, se ponía el pantalón corto y entrenaba por la noche. Al día siguiente se levantaba a las siete y otra vez lo mismo. Por entonces jugaba en el Náutico Hacoaj, un club regional de Buenos Aires, en un entorno semiamateur. Ahí empezó mi obsesión por ser profesional. Pensaba: “Si lo soy, cobraré plata y no necesitaré trabajar y podré entrenarme más horas y convertirme en mejor jugador”.

¿Qué edad tenía cuando meditaba eso?

Entre ocho y once. En seguida, todo tomó velocidad. A los 13 años empiezo a jugar en el circuito de selecciones nacionales de Argentina. Me buscan clubes y esa mirada inocente tan pura se fue. A los 15 ya era profesional y… todo lo que pasó luego.

Por entonces, en 1990, se celebró el Mundial en Argentina, en el Luna Park de Buenos Aires, y con diez años estuvo allí de voluntario viendo a una de las mejores Yugoslavias de todos los tiempos. ¿Le impactó o miraba más a la NBA?

En ese momento no había cable, ni televisión por satélite, nada. Nosotros veíamos los partidos en VHS (cinta de vídeo) cuando alguien viajaba y podía conseguirlos, se pasaban de mano en mano. Y no todos los VHS funcionaban en todas las videocaseteras, porque había un formato europeo y otro americano. Agarrábamos el auto, por ejemplo, manejábamos durante 45 minutos para ir a casa de mi abuela, decíamos hola y poníamos el casete para ver el partido, Magic contra Larry, que podía ser de hace dos años. Eran los monstruos inalcanzables. En el Mundial teníamos ahí a otros grandes jugadores, y a esos los veíamos, y se me despierta un poco todo lo anterior. “¿Por qué estos tipos juegan tan bien?”, volvía a preguntarme. “Son profesionales, llevan preparándose mes y medio y no trabajan”, me decían. “Ahí está el tema, por eso saltan más, tienen más músculo y tiran mejor, porque no tienen que ir al supermercado o al puerto por la mañana”. En el Mundial, además, se dispara la historia del famoso documental ‘Once Brothers’ (Una vez hermanos, aunque el título en español es ‘Hermanos y enemigos: Petrovic y Divac’), de hecho, se me ve en las imágenes cuando esa persona, un argentino con descendencia croata, salta a la cancha con la bandera de Croacia y se la muestra a Vlade (Divac), que se la arranca de las manos. Me acuerdo de que llegué a casa y mi papá estaba hablando del tema, no sabía lo que era Yugoslavia, y me lo explicó y me dijo que se iba a armar un lío bárbaro. Allí estuve, a cinco metros del incidente.

En 1997, con apenas 17 años, firma por el Baskonia.

Sí, firmé un año antes de llegar a España un contrato de diez que empezaba en 1998, como si hubieran sido once años. Todo vino por mi obsesión de ser profesional, que en seguida dio lugar a querer ir al exterior porque las condiciones eran mejores y se competía más. Tenía tres o cuatro opciones de universidades americanas y, durante mucho tiempo, estuve más por ese lado; pero al final me incliné por Europa. Creía que no había ninguna posibilidad de que me fuera mal. “¿Cuál es el camino más rápido para ir a la NBA?”, me preguntaba entonces. En mi evolución mental pasé de querer jugar al básquet como mi papá a desear ser profesional y después a tratar de ir a jugar con los mejores y, luego, a la NBA. Y ya en 1997 y 98 empezaba a coquetear con la selección. Estaba convencido de que iba a llegar a la NBA, no sé si había argumentos, sí mucha inconsciencia. Así que en un momento decidimos que lo mejor para mi evolución era intentarlo a través de Europa. No siempre estuve convencido de que fuera el mejor camino para llegar lo antes posible. Al final, la realidad es que estuve diez años en la NBA y casi otros diez en Europa (Gijón y Baskonia) y volví al final de mi carrera (Milán y Varese). Pasa siete temporadas espectaculares en Vitoria, donde me llevé un montón de cosas, conocía a gente increíble y formé una familia. Me encantó que fuera así.

Y llegó a España en 1998, a Gijón cedido por el Baskonia porque era extracomunitario con solo 18 años… No parece una situación fácil.

No lo era, aunque en su momento no tuviera consciencia. Ahí entra una figura clave en mi carrera, Moncho López (seleccionador español entre 2002 y 2003), que me da la oportunidad a sabiendas de que medio Gijón y media LEB pensaban que se había vuelto loco. En realidad, los otros equipos se frotaban las manos, creían que tenían un rival menos para subir a la ACB. Porque, además, estaba yo con 18 y Linton Townes con casi 40 años (exjugador del Madrid en la 85-86). Y, sabe qué, no solo me dio la oportunidad, sino que ascendimos. ‘Imaginate’ no solo el coraje, sino la capacidad que tuvo ese entrenador de ver una realidad que ningún otro anticipó. Le dio a la ciudad el ascenso, pero después, no contento con eso, me mantiene en la ACB como extranjero con el agravante de que empezamos muy mal la Liga. Segundo acto de valentía que acabó con la salvación en el último partido. Para mí, Moncho fue clave, se lo agradezco; lo admiro muchísimo.

Previamente, en Ferro Carril Oeste lo entrenó León Najnudel, figura determinante en el baloncesto argentino, y luego en Europa, Dusko Ivanovic, Pedro Martínez, Perasovic, Maljkovic, Messina…

Guardo gratos recuerdos de todos, aunque me impactaron más con los que estuve más tiempo. Con Dusko pasé cinco años e hicimos un millón de cosas juntos. En lo que me convertí y todo lo que di a nivel europeo fue gracias a él. Con el resto estuve menos de un año porque unos reemplazaron a otros y con Ettore llego al final de mi carrera y nos agarra la COVID en febrero, pero tiene un impacto fuerte en mí como persona de básquet porque sigo hablando mucho con él.

En España tuvimos la suerte de ver crecer, casi de la mano, a dos generaciones legendarias, la de los Júniors de Oro y la de la Generación Dorada argentina. Es verdad que Ginóbili jugó en Italia, pero del resto casi todos pasaron por la ACB. ¿Percibía que en la Liga se daban las circunstancias para este despegue competitivo?

En Argentina en los años 2000 y 2001 se dio una gran crisis y eso hizo que muchos jugadores se fueran a España, también a Italia, donde estuvieron Ginóbili, Sconochini, Delfino... Hay mucha Italia ahí y, claramente, mucha España. Eso nos permitió competir con los mejores y ayudó a la selección, los dos países juegan un papel clave en la evolución del básquet argentino. Los mejores momentos coinciden con los años de más éxodo.

Ambas generaciones coexisten en la Liga y hubo una enorme rivalidad, me acuerdo de la suya con Felipe Reyes, la de Nocioni con Rudy… ¿Que el Chapu acabara en el Madrid y usted en Milán con el Chacho ha ayudado a que cada lado entendiera mejor al otro?

Jugábamos partidos muy importantes que llamaban la atención: España-Argentina, Madrid-Baskonia… con el Unicaja también. Duelos que marcan las cosas, pero con casi 40 años que tenía ya en Milán, no me podía poner a rivalizar con nadie por el pasado. Pertenecía a un momento determinado y ahí quedó. Yo miro ahora un partido del Madrid y no quiero que pierda; lo que sí quiero es que gane el Baskonia porque conservo sentimientos.

Lo escuché un día hablar de cómo salieron de la zona de confort en la selección argentina para afrontar los roces, los egos y el papel de cada uno, que no todo fue siempre tan bonito como se pinta desde fuera. Quizá sea equiparable a España cuando se habla de La Familia.

No pienso que la química haga los buenos equipos, más bien creo que estos se hacen con el talento y, después, al formarse uno termina conectando. Crear un buen equipo necesita de un gran nivel de intensidad, de detalle, esfuerzo y calidad, y luego resulta complicado compaginar los roles, los egos y demás. No siempre se consigue y cuando se logra nunca es de manera tranquila, sino conflictiva, siempre hay alguien que debe resignarse, jugar menos, defender más… Eso genera problemáticas, pero si todo se acomoda, empiezas a jugar bien y a ganar partidos, entonces se crea una conexión que no tiene igual a casi ninguna otra. Cuando aún hoy nos juntamos los que ganamos en 2004 (oro olímpico en los Juegos de Atenas) se mantiene esa conexión, en los equipos que lograron cosas juntos el vínculo no se rompe. Eso te lo da ser un buen equipo, los grandes resultados, rebasar fronteras y perdurar en el tiempo, así se genera la química y no al revés, esa es mi opinión.

Y dentro de toda esa amalgama su rol ha cambiado, no es lo mismo el Scola de la última década que el de la plata mundial en 2002 o el oro olímpico en 2004.

Sí, y eso también fue conflictivo. El hecho de asignar los roles lo es; pero si, después de otorgados, hay alguien que va creciendo, todavía es peor, porque hay un punto en el que las funciones se acomodan y el que empieza a subir rompe las dinámicas. Ocurrió con Manu (Ginóbili): entra en la selección de una manera y termina de otra. Pasó de jugador de rol en 1998 a ser importante en 1999, de ahí a ser el MVP en 2001 y el mejor en 2002 y luego a nivel galáctico en adelante. Siempre iba para arriba, rompiendo fronteras. Imagino que fue parecido con Pau Gasol o con Nowitzki. Y con otros jugadores como Nocioni o yo mismo.

¿Manu Ginóbili es el mejor jugador de la historia del baloncesto argentino y Luis Scola, el de la selección?

Estoy de acuerdo en la primera parte, la única que importa. Manu es el mejor de nuestra historia y realmente ya está. Está perfecto, yo hice lo mío, cosas que estuvieron buenas, lo sé; pero no me hace falta partir la respuesta para estar yo arriba. Es como decir que Pau Gasol no ganó nunca la Euroliga.

Volvamos a su etapa en el Baskonia y a su ambición de ir a la NBA. En 2002 lo eligen en el draft los Spurs, en 2005 tienen mucho interés en llevarlo a EE UU, pero el club pide bastante dinero y finalmente no sale hasta 2007, apenas un año antes de quedar libre y pagando alrededor de tres millones de euros, que era casi como la totalidad del contrato firmado inicialmente por los diez años. Desde fuera pareció muy complejo.

En ese tiempo tuve momentos difíciles, quería ir a la NBA; aunque visto en retrospectiva no puedo darle a mi carrera esa connotación negativa, porque no lo fue. Me hubiera dolido si solo hubiera podido estar dos o tres temporadas en la NBA, pero pude jugar hasta los 37 años y a los 36 lo hice de titular en la final de Conferencia con Toronto. Me funcionó, me fue bien. Mi miedo entonces era no tener tiempo de establecerme allí, eso era lo que me carcomía por dentro, sobre todo a partir de 2004, me daba bronca. Al final se dio muy bien, no tengo negatividad, formó parte de un gran viaje que disfruté muchísimo.

En 2007 aterriza en Houston, justo cuando se estrena como ‘general manager’ Daryl Morey, un dirigente determinado a aplicar el análisis de datos en el baloncesto, a potenciar los triples y las bandejas sobre los lanzamientos de media distancia (se le ha llamado ‘Moreyball’ por el libro ‘Moneyball’ de Michael Lewis, la historia del ‘general manager’ Billy Beane en el béisbol, también llevada al cine en 2011 con Brad Pitt como protagonista, que logró con el análisis estadístico y sus métodos formar un equipo competitivo con un bajo presupuesto, lo que cambió ese deporte).

De hecho, es Daryl el que me llama para ir a los Rockets.

¿Cómo le marcó de jugador y en su formación como directivo su manera de ver el baloncesto: el análisis de datos, la innovación, el atrevimiento…?

La influencia de Daryl sobre mí fue muy grande, me hizo ver el básquet de una manera completamente diferente. Quizá no tanto como jugador, porque dentro de la cancha es más difícil, aunque algo empecé a adaptar; pero, más adelante, sí. De jugador no tienes acceso a todas las conversaciones. Su influencia sobre cada cosa que hacemos ahora en el club, en Varese, es total.

Y a Italia llega después de salir de la NBA, de dos campañas en China y de ser subcampeón mundial con Argentina en 2019 con 39 años.

No tenía con mi mujer expectativas de acabar en Italia, pero, de repente, me llama Ettore Messina y… nos fuimos. Nos gustó. Un año en el que el mundo se cerró y se suspendieron los Juegos Olímpicos. Luego fui a Varese y me retiré en los Juegos en el verano de 2021 (en su quinta cita olímpica después de haber participado en otros cinco Mundiales). Para mí todo gira alrededor del básquet, tengo una gran pasión y quería seguir vinculado. Solo sabía que no iba a ser entrenador, no me gusta. En Varese me sentí a gusto con la ciudad, el club, sus fans y su historia. Y tuve la oportunidad de empezar algo nuevo, un proyecto en un equipo que ganó cinco Copas de Europa tras disputar diez finales seguidas (de 1970 a 1979). En cuanto a la pasión y como ciudad es parecido a Vitoria. Nuestro sueño es convertirnos en el Baskonia de Italia. Queremos hacer lo mismo que hizo Josean Querejeta. En mi lista de cosas está ir a robarle un poco de su cerebro, preguntarle: “¿Cómo lo hiciste?”. Yo firmé en Vitoria en 1997 y el estadio tenía 5.000 personas, después lo agrandaron varias veces hasta las más de 15.000 actuales, no habían jugado nunca la Euroliga… era un equipo chiquito, similar a lo que es el Varese en este momento. Soñamos con tener un camino así, aunque solo sea medianamente parecido.

¿Y cómo se toma un camino así? El Baskonia fue pionero apostando por el mercado sudamericano, luego otros lo copiaron. Y ahora, ¿cómo se puede hacer eso con el análisis de datos que en Europa no está tan desarrollado?

Podemos discutir qué hay que hacer, pero la clave es ser valiente e innovador. Si hacemos todos lo mismo, el que tiene más plata gana. ¿Cómo hacemos para competir con otras realidades con más recursos que la nuestra? Eso es lo que hizo el Baskonia en su día y lo que intentamos nosotros. A veces se repiten cosas de la misma manera porque se hicieron siempre así, sin una gran explicación detrás. Identificar que hay mejores formas te da la oportunidad de limar la distancia. Otra manera es invertir en los jóvenes. Los equipos con plata tienden a escapar de los jóvenes porque a ellos sí les interesa jugar el partido de los presupuestos. Van directamente a los jugadores cuando ya se han desarrollado: pueden pagarlos. Cuando los recursos son bajos toca pensar en el largo plazo para crecer, el corto es un gran enemigo. Hay que crear un sistema de juego, mejorar el tiro de tres puntos, el sentimiento de pertenencia… un montón de cosas para que en seis o sietes meses el equipo progrese. Y si un grande quiere a un jugador tuyo, que ya tenga con nosotros un contrato de dos, tres o cuatro años.

Habla del medio y el largo plazo y creo que es bueno destacar que no es un director general al uso, sino que también es propietario, lo que le da más capacidad para arriesgar e innovar. ¿A cuántos años vista es su proyecto en Varese?

Ahora hablo de cinco años, porque cuando comencé decía quince y la gente se asustaba. Pero si empiezas con jugadores de 16 años, como el Baskonia en su día con los Garbajosa, Splitter…, que dieron una década de alegrías al club, y todo va espectacular, los primeros puntos los meten en siete años. Esa era la visión, aunque si hablas de diez o quince años la gente se agarra un pánico increíble, entonces bajé el discurso a cinco, pese a que en ese tiempo solo acabas de empezar a hacer girar la rueda.

Uno, dos, tres lustros en pleno desarrollo del baloncesto europeo, con la Euroliga en expansión mirando fuera del continente, con los clubes tratando de implementar un ‘fair-play’ financiero, ¿le preocupa que bastantes de los grandes clubes sigan siendo muy deficitarios? Muchos pensamos que eso no puede seguir así, no sé si lo comparte.

Eso no puede ser, así no vamos a ningún sitio y mi sensación es que estamos llegando al final del camino. Hasta ahora se hicieron las cosas de una manera y ya no están bien. El básquet es un deporte importante, pero no empuja como el fútbol. Lo que se tiene se gasta y lo que no, no. Debería ser así. Si todos los equipos pierden plata, no pasaría nada si no la perdieran, al revés, no se acabaría el baloncesto y los jugadores, al final, terminarían jugando en algún lugar. Lo que no está bien es que haya deudas, que los clubes no paguen. Hay que buscar un sistema orgánico, sustentable, que se tenga en pie solo. Lo consiguió la NBA y otras competiciones y creo que es el futuro de la gestión deportiva. Tenemos ejemplos: el Atalanta, casi toda la Premier League, la Liga australiana de básquet… ¿Y cómo? ¿Con un ‘fair-play’ financiero, con el límite salarial de la NBA...? No sé exactamente la solución; hay que buscarla. Reglas claras que se respeten. De nada sirve establecer un control financiero y que salga un patrocinador que pague supuestamente diez millones, cuando se sabe que no se ajusta a la realidad. El problema de que venga un millonario y ponga la plata es que eso siempre caduca, bien porque se cansa, porque se queda sin plata, porque se muere y los hijos no lo continúan. Siempre termina, no hay futuro así y te deja un vacío increíble, que no es solo de ese equipo, sino que arrastra a todo un mercado detrás. En Italia, en los últimos veinte años, ha habido de promedio una bancarrota anual: veinte bancarrotas. Tuvimos una hace dos años en medio de la temporada, un equipo que el jueves dijo: “Muchachos, nosotros el domingo no vamos”. Eso te tira toda la industria para abajo. Estamos al final de un modelo que no se sostiene en pie y hay que transicionar a otro sostenible.

La última, ‘Luifa’, ¿todavía hay alguien que le llame Luis Fabián?

(Carcajada) Sí, en Argentina. Había un jugador de fútbol, Luis Fabián Artime, del Belgrano de Córdoba, que era un ‘nueve’, un artillero que no cruzaba la mitad del campo, siempre en la otra portería, y yo tenía el hábito de puntear el tiro y salir directo al contraataque, así que, si agarraban el rebote ofensivo, me quedaba solo en la otra cancha y empezaron a referirse a mí como a un nueve y no sé quién me dijo: “Vos no sos Luis Scola, sos Luis Artime”. Y pasó a repetir ‘Luifa’, ‘Luifa’; pero no soy Luis Fabián, soy Luis Alberto. En mi país, incluso en las notas de prensa o en alguna presentación, se referían a mí como Luis Fabián. Una vez estando con la selección vimos a Artime, que nos visitó, y empezaron a gritar “este es el original”. Nos partíamos de risa.