Las claves: los jóvenes abandonan las urbes de camino al desencanto

Envejecer conlleva una reducción progresiva de la tolerancia a ciertas incomodidades. Con 18 años, por ejemplo, compartir piso es algo normal, deseable incluso: uno ha llegado, quizá, a una ciudad grande como Madrid o Barcelona, y la convivencia le permite introducirse en la urbe, además de ahorrarse farragosos gastos que muy probablemente no pueda permitirse (o que sus padres no puedan sufragarle). La cuestión es que uno va envejeciendo y, acabados sus estudios, o dejado ese primer trabajo, los platos sucios del compañero ya se le hacen más difíciles de tolerar, o simplemente no quiere llegar a casa y tener que dar cuenta de su día a quien sea que comparte con él la renta. Antes, el paso lógico era independizarse de verdad –es decir, irse a vivir solo, o con su pareja–, pero ese orden lógico está completamente roto. Así que muchos, ante la ruptura de este pacto social, qué remedio, abandonan las grandes ciudades y esos pisos en los que tanto toleraron. Los jóvenes, que son pocos –que representan pocos votos, de momento–, se sumen así, mudanza a mudanza, en el desencanto. Luego nos tiramos de los pelos cuando vemos ciertas encuestas.
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